[..] El camino que conduce hacia uno mismo, 
                                        hacia la libertad o la iluminación, se halla sometido, 
al igual que cualquier otro aspecto de la vida, 
a múltiples errores de apreciación y falsas atribuciones,
que constituyen el núcleo 
de lo que algunos maestros budistas de épocas diversas,
 como: el Karmapa III (Rangjung Dorje) o Chögyam Trungpa, 
no han dudado en calificar de “materialismo espiritual” y 
que nosotros redefinimos, mutatis mutandi, como "burocracia espiritual", 
la cual consiste, básicamente, 
en la suposición de que la libertad
puede adquirirse mediante algún tipo de gimnasia física,
 emocional, mental e incluso espiritual.
La burocracia espiritual puede adoptar, en general, 
distintas caras como:
el reduccionismo, 
la imitación, 
el elitismo,
 la jerarquización, 
el ritualismo, 
el secretismo, 
el gradualismo, etc. 
La burocracia (materialismo) espiritual se manifiesta en los ámbitos: físico, emocional e intelectual.
 En el plano físico puede adoptar las máscaras del:
 vegetarianismo, 
del ecologismo, 
del “escape” a la naturaleza 
(como si la vida urbana imposibilitara, 
por sí misma, cualquier aproximación a la iluminación), 
del culto al cuerpo, a la salud, etc. 

En el plano emocional, suele adoptar la máscara del fanatismo y la adoración ciega que, 
supuestamente, 
resuelven de manera automática todos los problemas personales a través de la entrega de la propia libertad a una supuesta autoridad espiritual.
 En el plano intelectual se manifiesta, 
por ejemplo, como:
 apego a etiquetas, 
sistemas, 
conceptos, 
categorías, 
mapas y 
descripciones o 
en los intentos de mensurar cuantitativamente 
la experiencia interior aplicando procedimientos mecánicos. 

Se trata, en suma, 
de reducir la experiencia liberadora a esquemas teóricos y 
estructuras ideológicas muertas. 
La creencia de que las palabras o el silencio pueden expresarlo todo, 
el intento de atrapar la realidad en definiciones conceptuales rígidas o 
la esclerotización en modos de expresión trillados, 
suponen siempre un reduccionismo flagrante de la totalidad. 
Las respuestas que pueden ofrecerse a una cuestión espiritual siempre son imprevistas. 
Así, por ejemplo, ante la pregunta: 
“¿qué es el budismo?”, 
un profesor de filosofía oriental podría brindarnos una definición estereotipada del término, 
un adepto tántrico podría responder con un gesto o una mirada, y
 un maestro zen podría mencionar las flores, 
permanecer en silencio o propinar una buena bofetada al demandante. 
Y, por lo general, 
las respuestas de ésta última categoría parecen 
haber sido las más esclarecedoras a lo largo de la historia de la búsqueda espiritual.



Por otro lado, 
una presentación gradual a ultranza 
de las enseñanzas espirituales 
es otro rasgo característico de burocracia espiritual. 

La enseñanza verdadera se presenta completa de una vez y por todas, 
en la medida en que el individuo se muestra incapaz de asimilarla, 
se van presentando perspectivas más graduales o duales. 
Una de las características de las escuelas y los maestros decadentes es que suelen presentar las enseñanzas al revés.
 Los  grandes maestros y las tradiciones auténticas
 siempre se caracterizan por su disposición 
a utilizar todos los métodos disponibles
 en función de las necesidades particulares 
de cada situación e individuo y 
nunca abogan por una visión unilateral 
de la realidad ni de los posibles métodos y 
caminos para acceder a ella. 
Por ejemplo, 
los maestros zen enfatizan la utilización y, 
al mismo tiempo, el cambio periódico de los métodos pedagógicos y 
meditativos empleados para evitar cualquier apego a la forma externa de la enseñanza. 
De ese modo, recurren a distintos koan o alternan la práctica del koan con la contemplación pura. 

En el budismo tántrico también se van cambiando paulatinamente los métodos utilizados y no sólo eso sino que, cada vez que se aplica un determinado método (ritual, visualización, etc.), se cobra conciencia de que éste nace de la vacuidad, permanece en la vacuidad y, al final, vuelve a sumirse en la vacuidad. Al hilo de lo dicho cabe destacar que el camino espiritual no es acumulativo. No consiste en atesorar conocimientos ni horas de meditación, aunque tanto lo uno como lo otro puedan ser, en su debido momento, sumamente útiles. 

“El hombre mundano todos los días acumula algo, el hombre del Tao pierde algo todos los días”, reza el Tao Te King. Siempre que nos forjamos expectativas tales como “hago esto porque quiero alcanzar un estado de conciencia especial, un estado de ser particular”, nos separamos automáticamente de la realidad que somos.
Otro tipo de reduccionismo, muy conectado con la práctica espiritual, es la visión de las técnicas yóguicas o meditativas como si éstas tuviesen exclusivamente un propósito terapéutico, tanto a nivel fisiológico como psicológico. 
Si bien cada vez resulta más patente la incidencia sumamente positiva de los métodos psicofísicos (yoga, tai chi, meditación, etc.) sobre el cuerpo y la mente, abriendo nuevas perspectivas para el tratamiento de muchas enfermedades, no hay que olvidar que la meditación, y ni siquiera el hatha yoga, no intenta mejorar la salud o el bienestar físico-mental como un fin en sí mismo. 
De hecho, la historia nos relata como los adeptos auténticos no han tratado de evitar la enfermedad y el sufrimiento. Incluso en determinadas tradiciones el efecto de una buena práctica (la práctica budista llamada tonglen, 
donde se absorbe y se transforma el sufrimiento ajeno, por ejemplo) es la aparición de múltiples enfermedades y problemas en el propio organismo del practicante. 



Puede afirmarse que 
la práctica completa 
de un método espiritual 
hace pasar al sujeto 
por todo tipo de
 alteraciones psicosomáticas, 
entre las cuales las enfermedades y
 los estados fronterizos
 con la locura 
suelen ser moneda corriente. 

Otra cosa es que se utilicen parcialmente determinados aspectos de los métodos yóguicos y meditativos con el fin de aliviar determinadas dolencias. Si ingerimos una píldora para aliviar un dolor de cabeza, sería una tontería no emplear un método mucho más sano y eficaz como el yoga para aliviar algunas enfermedades. 
No menos reduccionista es el aferramiento a los estados extáticos o las posibles aperturas parciales como si fuesen la meta final. 
La práctica espiritual suele conllevar la emergencia de sentimientos oceánicos, lucidez extrema e intuiciones fulgurantes que no deben confundirse con la realización última. Si bien todos esos estados y fenómenos constituyen un acicate para seguir en el camino hay que recordar, como decía Ramana Maharsi, que: 
“No hay niveles de la Realidad, sólo hay niveles de experiencia para el individuo, no para la Realidad. 
Si puede ganarse algo que no estaba allí, 
también puede perderse, mientras que el Absoluto es eterno, aquí y ahora”. 
Por consiguiente, cualquier experiencia adquirida, por excelsa que sea, 
acaba desintegrándose y desapareciendo.

La predestinación, más o menos evidente, 
a través de una mal digerida ley del karma, 
de la astrología inflacionada o de la inmensa variedad 
de profecías apocalípticas y 
milenaristas que nos asolan en los últimos tiempos, 
también es un rasgo genérico de reduccionismo espiritual. 
Y lo mismo se aplica 
a la visión "purista" del pasado. 
La nostalgia por la Edad de Oro,
 por el retorno al paraíso y por los “buenos viejos tiempos”, 
resumida en el dicho popular de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, 
implica la negación del presente, 
del flujo de la vida y, 
por tanto, 
de la libertad y la posibilidad infinita.
El método de los genuinos senderos espirituales 
representa una revulsión contra cualquier principio establecido, 
no sólo en el ámbito externo sino también en el interno.
Resulta paradójico, por tanto, 
que la mayor parte de los seguidores de dichos caminos actúen 
de manera totalmente opuesta a ese ideal de “rebeldía”. 
Sistemas como el yoga, el budismo, etc., 
estaban dirigidos originalmente hacia personas “heroicas” 
o, si se prefiere, 
revolucionarias que eran capaces de renunciar, como el Buda, 
a todas sus riquezas y posición social,
no a mojigatos emocionales, 
adoradores profesionales o 
seguidores vocacionales, 
que sólo buscan seguridad mundana y 
constituyen meros eslabones que fortalecen 
la inflexible cadena de los caminos recurrentes. 
Por el contrario, 
se trata de romper progresivamente los eslabones de todas las cadenas. 
En la relación tradicional entre maestro y discípulo, 
el auténtico maestro siempre ha buscado la independencia y 
la autonomía del discípulo. 
Por otro lado, 
es tan difícil encontrar a un discípulo auténtico 
como a un maestro verdadero.
Por eso, 
“cuando el discípulo está preparado, 
aparece el maestro y, 
cuando el maestro está preparado, 
aparece el discípulo”. 

 No hay cosa que necesite más
un maestro, o una enseñanza, 
que un verdadero discípulo. 
El que es un auténtico y 
humilde discípulo es un verdadero maestro capaz de aprender de todas las cosas. 
Pero los discípulos son muy pocos y 
los maestros muchos...
Al adoptar un determinado sendero espiritual 
podemos tratar de sustituir 
nuestras viejas creencias familiares y
 locales por una ideología nueva o 
exótica para reproducir, en esta última, 
los mismos vicios neuróticos de siempre. 
Hay un dicho oriental que dice: 
“Si no puedes creer en tu propia religión, 
¿cómo vas a creer en otra?”. 
Se podría sustituir la palabra religión 
por ideología, filosofía, cultura, 
modo de vida, tradición, etc. 
Así pues, 
si no conocemos nuestra propia tradición 

¿cómo pretendemos cambiarla por otra? 

Lo anterior también tiene una lectura existencial: 
si no nos conocemos a nosotros mismos en profundidad,
 con todas nuestras sombras y luces, 
si no nos comprendemos y 
nos aceptamos a nosotros mismos tal como somos 
en el momento actual, aquí y ahora,


 ¿cómo esperamos convertirnos en las personas amorosas, sinceras, sabias y abiertas que aspiramos a ser? 
Otro signo inequívoco de los falsos maestros es el proselitismo. 
Por eso, los maestros auténticos siempre evitan la publicidad y carecen de ambiciones comerciales y, antes de aceptar a un discípulo, 
lo someten a mil pruebas diferentes con el fin de hacerle desistir de su empeño. 

Y, una vez que lo han aceptado, 
prosiguen implacablemente su labor destructiva contra todos
 los prejuicios, clichés, asideros y salvaguardas del estudiante. 

Esa actitud difiere bastante del reclamo propagandístico de 
“los caminos de luz, amor y sabiduría” 
que acostumbran a utilizar en sus panfletos, 
sermones y libros 
homologados por una pretendida jerarquía celestial 
ciertos embaucadores de almas en busca de pastor. 
                                   Sin embargo, 
la auténtica enseñanza no presenta ese semblante tan optimista y 
nos habla, sobre todo, del sufrimiento, 
del aburrimiento, 
de la mecanicidad, 
de lo complejo que resulta desenmarañar 
la trama tejida por nuestro ego.


Tampoco se trata de crear una situación artificial preestablecida donde transmitir algún tipo de enseñanza especial. 
La enseñanza suele versar sobre los aspectos más ordinarios de la experiencia y la vida cotidiana. 

La enseñanza, como ya se ha dicho, puede consistir en un golpe, un gesto o una expresión sin sentido aparente. 
Un ingrediente relacionado con el gradualismo a ultranza que no suele faltar en el caldo de la burocracia espiritual es el afán de misterio o el cultivo deliberado del secreto que sirven como reclamo para atrapar a los buscadores más ambiciosos. 


“El gran camino es llano
 pero a la gente le gustan los atolladeros”, 
dice por su parte el Tao Te King. 

Podría decirse mucho, 
tanto a favor como en contra, 
sobre el papel que representan
 los maestros, 
las escuelas, 
las tradiciones y 
las prácticas sistemáticas, 
pero lo único cierto
 es que incluso la práctica sistemática 
tiene un valor meramente aproximativo.
No existen recetas, 
fórmulas infalibles ni conocimientos salvadores que se puedan aplicar 
por igual a todas las personas en todas circunstancias. 
Una de las características de los organismos vivos 
es su capacidad para adaptarse al cambio; 
por eso,
 cualquier intento de mantener a ultranza 
un cuerpo absoluto de ritos o conocimientos 
va en contra del auténtico camino de conocimiento. 

Sin embargo, 
para andar el camino de la libertad no hace falta renunciar 
a la tradición ni a los sistemas establecidos 
con tal de que no les asignemos un valor absoluto 
por encima de la vida y de las personas.
 En lo que concierne a la práctica de la meditación, 
podríamos aplicar a ésta una especie de principio de “indeterminación”, 
similar al formulado para la física cuántica, 
es decir, 

del mismo modo que no podemos
 determinar simultáneamente la dirección y
 el recorrido de una partícula subatómica,
 en la práctica meditativa la mente se halla tan absorta en lo inmediato, 
en la experiencia desnuda del presente, 
que no puede decirse siquiera a sí misma que está meditando o 
en disposición de meditar, 
y mucho menos, 
afirmar que está aplicando tal o cual sistema meditativo. 
La aplicación correcta del método 
lleva a la superación de todos los métodos o, 
si se prefiere, a la vivencia no-dual del método.

                                   
Recordemos, para finalizar,
 las palabras del gran místico san Juan de la Cruz, 
que sirven de colofón a todo lo dicho: 

“Las condiciones del pájaro solitario son cinco. 
La primera que se va a lo más alto; 
la segunda, que no sufre compañía, 
aunque sea de su naturaleza;
 la tercera, que pone el pico al aire; 
la cuarta, que no tiene determinado color; 
la quinta, que canta suavemente” 
(Dichos de Luz y Amor). 
Esas palabras pueden interpretarse, 
desde una perspectiva experimental y amplia, 
en el sentido de que el buscador espiritual 
(el ave solitaria) 
debe aspirar siempre a lo más sutil,
 inasible, invisible, imperceptible, 
inabarcable, incognoscible, 
aquello que no cabe en ninguna forma o definición concreta precisamente porque abarca todas las formas, límites y definiciones. 

La segunda condición es obvia: 
no sufre compañía porque permanece solo en su viaje y 
porque el camino de los pájaros no deja huellas en el aire. 
La tercera condición del ave solitaria se refiere 
al inestimable valor de la intuición y la inspiración.
 De ese modo, 
“poner el pico al aire” significa olfatear el viento del espíritu, 
que sopla dónde y cuándo quiere, 
en abierto contraste con el peso de la erudición, 
la tradición o la autoridad usurpada. 

Tampoco tiene “determinado color”, 
es decir, 
trasciende las limitaciones referentes a posición
 social, ideología, etc., y 
“canta suavemente” 
porque, entre otras cosas,
 no trata de imponer su experiencia 
ni de elevar su opinión 
por encima de la de los demás. [..] 

http://yoganatural.blogspot.com.es/search/label/Burocracia%20espiritual

Fernando Mora Zahonero



Descarga: Más allá del materialismo espiritual.

BUROCRACIA ESPIRITUAL (2)

Abundando en la idea de burocracia o materialismo espiritual, 
me gustaría desarrollar algunos puntos adicionales.

Téngase en cuenta, antes que nada, 
que quien esto escribe padece —o ha padecido— todos los vicios que critica.

Por eso, estas palabras, y todas las que figuran en otros escritos, 
deben leerse en clave de autocrítica.

Una de las paradojas que más llama la atención sobre la búsqueda espiritual es que haya que ir tan lejos, viajar a lugares exóticos, desplazarse en pos de enseñanzas especiales, para llegar a la postre al conocimiento de uno mismo.

Como decía el filósofo Blaise Pascal: 
“El hombre se evitaría muchos problemas si se quedase tranquilamente en su habitación”.

Y creo que esas palabras se aplican especialmente al campo del espíritu.

¿Cómo es que aspiramos, por ejemplo, a entender el budismo, el hinduismo, el taoísmo u otras religiones más o menos lejanas, cuando no hemos entendido, 
de entrada, lo que tenemos delante, y detrás, de nuestras narices?

Solemos confundir erudición con religión.

Creemos que, cuanto más sepamos, más textos leamos o de más datos dispongamos, seremos mejores acólitos del sistema espiritual que hayamos elegido, pero lo único cierto es que, en el momento de caer dormidos —no digamos ya durante el proceso de la muerte—, no sólo nos olvidamos de todos los datos intelectuales que alberga nuestra mente, sino que siquiera sabemos cómo nos llamamos.



En los momentos de crisis y descomposición total, sólo vale aquello que emerge espontáneamente en el fondo de la no-conciencia, sin mediación del pensamiento o del juicio. Lo único verdaderamente nuestro es aquello que podemos conservar en el “sueño profundo” sin ensueños. Lo demás es pasajero.

Nos gustan las enseñanzas especiales y “secretas”.

Sin embargo, una enseñanza que no es universal y no sirve para liberar del sufrimiento a todos los seres —incluidos los más ignorantes e indignos— no merece el nombre de enseñanza, ya sea abierta, esotérica o de cualquier tipo.

Toda enseñanza es, por esencia, compasión.

La enseñanza pretende llevarnos más allá del sufrimiento, ¿cómo puede alguien rehusar a guiar a otro ser más allá del sufrimiento porque le falten credenciales sociales, personales e incluso económicas?

Debemos desconfiar de aquellos que ofrecen enseñanzas supuestamente secretas. La realidad es secreta por naturaleza.



El objeto de la enseñanza es descifrar y desvelar compasivamente ese secreto. Por tanto, una "enseñanza secreta" es una contradicción en los términos.

Al igual que ocurre en la vida ordinaria, la ambición espiritual suele pagarse con el "timo espiritual".

El hecho de creer que, por compartir una enseñanza secreta y maravillosa, pertenecemos a un club privilegiado no es sino otra muestra de inflación del ego.

El hecho de considerar que, por practicar una técnica meditativa supuestamente "superior", tenemos mejor karma o estamos más cerca de la verdad, constituye un serio caso de mezquindad espiritual.

El buen karma consiste en practicar cualquier enseñanza, secreta o abierta, alta o baja, en tener la voluntad suficiente para persistir en la práctica cotidiana a lo largo de los años.

Cuando Gampopa le pidió al gran yogui y poeta Milarepa que le transmitiese la enseñanza secreta última, éste se levantó el faldón y le enseñó los callos de sus santas posaderas, un signo de que se había dedicado años y años a la meditación sedente.



Tal era, y no otra, la verdadera enseñanza secreta.

La búsqueda de una enseñanza “superior” o compleja tal vez sólo sea un signo de que nos consideramos de algún modo “superiores” a quienes no tienen, supuestamente, la fortuna de acceder a tan supremo conocimiento.

Pero lo que más necesitamos,

probablemente, es una enseñanza sencilla, simple, directa, humilde, 
que no inflacione el ego, sino que lo debilite.

El problema es que el ego, con su apetito voraz y su infinita capacidad de adaptación, es capaz de aparecer como el ser más humilde y santo del mundo.

Una enseñanza sencilla, que no esconde secreto alguno, 
es la enseñanza del Buda Sakyamuni sobre el sufrimiento, el origen del sufrimiento, 
el más allá del sufrimiento y el camino para ir más allá del sufrimiento.

Otra enseñanza del mismo tipo es el Sermón de la Montaña de Jesús. 
No obstante, lo sencillo suele ser lo más complicado para un ego que 
está acostumbrado a la complejidad.

Es muy común, en determinadas tradiciones, coleccionar “iniciaciones”, 
enseñanzas y visitas a maestros.

La cuestión es que, a pesar de todas esas iniciaciones y enseñanzas especiales, todavía seguimos sumidos en la ignorancia y repetimos hasta la saciedad las mismas pautas de conducta y pensamiento mecánico.

Cuando el pandita indio Atisha arribó al Tíbet se sorprendió ante la gran cantidad de deidades meditativas que practicaban los tibetanos.

Entonces dijo: “Es curioso, nosotros los indios conseguimos todas las realizaciones con una sola deidad, y vosotros, los tibetanos, no conseguís ninguna realización practicando todas esas deidades”.

Dedicarse a coleccionar enseñanzas sin llevarlas realmente a la práctica, se parece a alguien que permanece siempre en la superficie del agua sin atreverse a sumergirse para ver los tesoros que se esconden en el fondo del océano. 

Asimismo, parece una regla de oro que, cuando más espirituales queremos aparecer ante los ojos de los demás, menos lo somos realmente. 

La auténtica espiritualidad es tan humilde que ni siquiera es consciente de su propia bondad. ¿Por qué etiquetar unas acciones como espirituales y otras como lo contrario? 

Sin haber oído hablar de espiritualidad en su vida, la madre o el padre que se sacrifica por sus hijos, los amantes que se entregan el uno al otro, las personas que trabajan abnegadamente en una institución benéfica, pueden estar más cerca de la “santidad” que quienes se consideran a sí mismos personas religiosas y se entregan a prácticas y retiros espirituales sofisticados.


La espiritualidad no es algo que se venda en los supermercados ni en los centros de yoga, 
por más que también pueda hallarse en esos lugares, 
así como en cualquier otro. 

La espiritualidad no vale dinero.

Cuesta todo: la vida, el cuerpo, los sentimientos y el alma del buscador.

Es curioso que hoy en día sean los supuestos maestros quienes vayan a la caza de discípulos cuando tradicionalmente fueron los discípulos los que fueron a la búsqueda de maestros. 
Los auténticos maestros no parecen tales, y nunca hacen proselitismo.

En cierto modo, un maestro espiritual tendría que desempeñar un oficio diferente que le permitiese ser independiente de sus discípulos (como el caso de Marpa, maestro del célebre Milarepa).

Al igual que los políticos y los artistas, los maestros profesionales son peligrosos para la enseñanza y para la libertad individual.


En mi humilde aunque obcecada opinión, 
los mejores maestros son aquellos que también tienen otra profesión: zapateros, profesores, pescadores, incluso prostitutas 
(la tradición budista nos habla de grandes bodhisattvas que asumieron esa extraña manifestación), 
pero nunca maestros profesionales que viven de sus discípulos, 
de la enseñanza o de la institución a la que pertenecen. 

Por último, el culto a la personalidad no es sinónimo de devoción al maestro.

Otra idea peligrosa, a mi entender, es la de “acumulación”.
Así, tenemos la idea de acumulación de prácticas, ya sean horas de meditación o millones de mantras.
Es notorio que el budismo promueve la meditación más que ninguna otra tradición.


Los retiros meditativos de varios meses e incluso años de duración son moneda común en todas las tradiciones, desde el Theravada, pasando por el Zen, hasta el budismo tibetano.

A pesar de que es imprescindible, en el contexto del budismo, 
meditar muchas horas, hay que tener en cuenta, no obstante, 
que no meditamos para ser otra cosa que lo que ya somos, para aceptar lo que es.

Siempre hay que tener presente a la hora de acumular lo que sea que,

como reza el Tao Te King: 
“El hombre ordinario cada día acumula algo, el hombre del Tao cada día pierde algo”.

Las posesiones, materiales o espirituales, son al fin y al cabo posesiones y han de ser tratadas como tales, es decir, con desprendimiento y desapego.


Fernando Mora Zahonero